Ficha
Nombre Civil: Jesús Aníbal
Fecha de Nacimiento: 13 de junio de 1914
Lugar de Nacimiento: Tarso, Antioquía (Colombia)
Sexo: Varón
Fecha del Asesinato: 28 de julio de 1936
Lugar del Asesinato: Fernán Caballero (Ciudad Real)
Orden: Clérigo Profeso de los Hijos Misioneros del Inmaculado Corazón de María (Claretianos)
Datos Biográficos Resumidos:
Fue el menor de los 14 hijos. Nació en 1914, en una casa campestre ubicada en Tarso, una pequeña población que hoy con 7.000 habitantes y está situada en la cordillera occidental colombiana. En el parque principal de esta localidad fue levantada una estatua en su honor en 1962, Nombre de los padres: Ismael y Julia, eran cristianos de vida espiritual intensa y de posición social distinguida. En casa se rezaba todas las noches el Rosario y en el colegio decían que era un chico piadoso de veras. A los 11 años, Jesús Aníbal ingresó en el Seminario Claretiano de Bosa. Durante su noviciado fue tan ejemplar su comportamiento que el Padre Maestro creía que había pasado un año sin haber cometido una sola falta conscientemente.
El día de su Profesión perpetua escribió: “Soy ya vuestro apóstol, Corazón de mi Madre. No quiero la vida si no es para amarte”. Y como máxima suya eligió la siguiente: “Apasionarme por Jesús”. Procediendo de una familia rica y distinguida, Jesús Aníbal prefirió siempre la más estricta pobreza, la sencillez y la humildad. A los 21 años, fue enviado a España para finalizar sus estudios de Teología y recibir la ordenación sacerdotal. En noviembre de 1935 llegó al Teologado de Zafra, en Extremadura. Corta fue aquí la estancia de Jesús Aníbal, pues el 1 de mayo de 1936, ante las violentas amenazas revolucionarias que se sufrían diariamente, fue disuelta la Comunidad y hubieron de trasladarse a la capital manchega, a Ciudad Real, pudiendo terminar allí el accidentado curso de Teología. Los sinsabores continuaron hasta que el 24 de julio, fue asaltada la Residencia claretiana y quedó prisionero en su misma casa junto con sus superiores y compañeros.
Biografía extendida
Datos Biográficos Extendidos:
Martirio:
Un episodio durante la prisión refleja la valentía de Jesús Aníbal. Un miliciano al enterarse de que era colombiano, le respondió; “¿Y de tan lejos has venido para hacerte fraile?, y Jesús Aníbal respondió: “Sí, y a mucha honra”. El miliciano le golpeó con el fusil y él calló prudentemente. Relato de los Hechos: Sucedió la historia el 28 de julio de 1936, en los albores de un conflicto que pronto nos abasteció de cadáveres y de un poso denso de rencor que aún persiste. Ante el clima antes reseñado, el Padre Provincial de la Congregación dio la orden de abandonar el seminario de Zafra y trasladarse a Ciudad Real, donde las acechanzas guerracivilistas parecían no haber cobrado aún el ríspido cariz con que se teñían otras zonas. Salieron hacia allá, eviscerados del hogar, los catorce seminaristas; catorce jóvenes que ansiaban un sacerdocio salvífico y aglutinador, y que a la postre, por ese cruel decurso que asenderea la sinrazón, se toparon con un fin prematuro que habría de inscribirlos en los devocionarios. Al llegarse hasta allí, sin embargo, su situación no hizo sino empeorar. En el tabuco en que se hospedaban los muchachos -casi un cascarón vacío, con las paredes tachonadas por el abandono y por la mugre-, mujeres enfermas de sicalipsis, amortajadas de lascivia y de adentros guarros, se paseaban por entre ellos; rameras sin honor ni dignidad que se valían de sus cuerpos para incitar a la más vil concupiscencia y a la defección seminarista.
Les mostraban, entre despectivas y promisorias, sus desnudeces níveas e intonsas; les lanzaban unos besos bruscos, casi atrabiliarios, que llevaban en su seno un olor almibarado, como de aguardiente o de pacharán confuso, y les dedicaban risotadas e insinuaciones. Intentaban esbozar una belleza deseable y excitar los ánimos más carnales de los muchachos, pero en su interior no había más que corrupción, una inclemente podredumbre que les había carcomido el esqueleto moral y las arrojaba al légamo de la iniquidad. A un tiempo, milicianos con el honor empodrecido los zaherían con insultos y escupitajos, en una suerte de inclemente ataque con el que pretendían socavar el estado aún animoso de los claretianos. Y así siguieron los denuestos y lo excesos catervarios, hasta que, finalmente, los catorce hubieron de salir para Madrid. Al llegar a la estación, las amenazas comenzaron a tornarse a un tiempo crudelísimas y premonitorias. En el tono con que los milicianos vomitaban sus increpaciones ya no había ese deje bravucón que habían mostrado días antes -las bravuconadas siempre tienen mucho de mentira y de afanes inconclusos, pero la amenaza cierta se reviste de un cariz más aseriado-; en ese instante, las palabras se pavoneaban con soberbia, con una solemnidad como de designio irrefutable o de juicio apodíctico; los rostros, cada vez más torvos, como de azogue resquebrajado. Arreciaban los insultos y los empujones, y a pesar de ello los seminaristas, trémulos de una beatitud que para entonces ya comenzara a develarse, elevaban deprecaciones y rogaban el perdón para aquellos que los maltrataban; soportaban las vejaciones sin decir un “ay”; soslayaban los denuestos o los respondían con un gesto de acendrada piedad, sin mostrar resentimiento, rabia o enojo alguno. Podían anticipar cuanto iba a suceder, pero la asunción del martirio se les había entremetido en el corazón. Subieron al vagón entre un tráfago de voces apaleadas por el alcohol, envueltos en un griterío aturdidor que las toses escrofulosas de la locomotora no llegaban a sofocar.
El tren se había convertido en una suerte de ciempiés viscoso, en un gusano infecto que devoraba cuanto se encontraba en su camino, en una pechera sucia, atestada por baldones guarros, que la historia no habría de lavar jamás. Al llegar a Fernán Caballero, la tragedia se consumó en dos tristes actos. Los muchachos fueron obligados a descender al andén; los dispusieron en línea y los fusilaron. Apenas uno o dos segundos después, el eco de la salva de disparos disipó unos gritos sin resuello, unas voces fatigadas que gritaban: ¡Viva Cristo Rey! Sus cuerpos como invertebrados, entregados a una laxitud como de títeres sin hilos, se derrumbaron en un repente, enjugados en una sangre que muy pronto habría de traer sus frutos. Tan solo Cándido Catalán, un joven navarro de apenas veinte años, de aspecto bonancible y despistado, resistió un poco más. Según testimonio recogido por el P. Federico Gutiérrez en su libro Mártires claretianos de Sigüenza y Fernancaballero, el cuerpo entero del muchacho, descalabrado por las balas y por las últimas calamidades, fue confortado en sus últimas horas por el cuidado de dos mujeres, Carmen Herrera y Maximiliana Santos, que se apiadaron de su estado y ayudaron a los médicos en ese postrero trago. Más tarde, como epílogo siniestro, llegarían los asesinatos de Felipe González de Heredia y de José María Ruiz, quien fue fusilado en Sigüenza tras elevar unas sentidas deprecaciones y proclamar el perdón a sus asesinos. El hermano claretiano, por su parte, tuvo que aguardar hasta el dos de octubre, fecha en que fue trasladado hasta el cementerio de Fernán Caballero desde la checa del Seminario. Durante el trayecto, dos milicianas astrosas, deshabitadas de piedad, le aguijoneaban las costillas a navajazos. Ambos, sacerdote y fraile, perdonaron a sus asesinos” Los cadáveres quedaron cubiertos con lonas y al día siguiente unas mujeres del pueblo prestaron sábanas para envolverlos y enterrarlos en el cementerio.
El 13 de febrero de 2013, en un sencillo y digno acto quedaron sepultados en la parroquia sevillana de San Antonio María Claret, los restos de los quince jóvenes que sufrieron martirio en 1936 en la estación ferroviaria de Fernán Caballero.En un nicho y bajo un cuadro de la Virgen con los rostros de todos ellos, esperarían la llegada del mes de octubre, en que fueron beatificados en la ciudad de Tarragona. El vicario general de la Archidiócesis de Sevilla, Teodoro León, y el párroco, José Márquez Valdés, presidieron la inhumación de los restos de estos jóvenes fusilados y enterrados en el cementerio de Fernán Caballero, desde donde fueron trasladados, al finalizar la Guerra Civil, al panteón de los Claretianos en Madrid. No acabó ahí el peregrinar de los restos, pues en 1950 se llevaron a la parroquia del Inmaculado Corazón de María, también en Madrid, regentada por los Misioneros Claretianos de la Provincia de Santiago, desde donde llegaron a Sevilla tras la petición cursada por el vicepostulador de la causa de canonización de este grupo de mártires.
¿En qué lugar reposan sus restos mortales? En la Parroquia San Antonio María Claret (Sevilla)
Fecha de Beatificación: Tarragona, el 13 de octubre de 2013
Fecha de Canonización: Aún no está canonizado
Fiesta Canónica: 28 de julio 06 de noviembre, Festividad de los Beatos Mártires durante la Persecución Religiosa en el siglo XX
Fuentes:
https://docplayer.es/41391575-Vicente-pecharroman-cmf-en-siguenza-fernan-caballero-y-tarragona-misioneros-claretianos.html