Ficha
Nombre Civil: Cándido
Fecha de Nacimiento: 16 de febrero de 1916
Lugar de Nacimiento: Corella (Navarra) Diócesis de Tarazona
Sexo: Varón
Fecha de Asesinato: 28 de julio de 1936
Lugar de Asesinato: Fernán Caballero (Ciudad Real)
Orden: Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María (Claretianos)
Datos Biográficos Resumidos: Nombre de los padres: Feliciano y Jacinta, formaron una familia acomodada de cristianas. A los 11 años se decidió seguir las huellas de su tío paterno, el Padre Cándido Catalán Monreal, por entonces Superior Provincial de los Misioneros Claretianos de Bética, ingresando en el Postulantado de Plasencia. Hizo el Noviciado en Salvatierra (Navarra) y profesó el 24 de octubre de 1932. De Cándido Catalán dicen cuantos le trataron que fue “un niño muy niño” con marcado infantilismo hasta los 17 años; fe, candor, rutina. Sin embargo, en el año 1934, cursando ya estudios de Filosofía, el informe del Prefecto es de tono muy distinto: “En Cándido Catalán se ha notado un cambio muy favorable tanto en la ciencia, que se ha puesto a la cabeza del curso, como en la virtud. Y, ya en 1935, al comenzar su primer año de Teología la transformación es total. “Estudiante, religiosamente completo, piadoso, caritativo, obediente, humilde, aplicado, optimista.” Cuando ya e sentía tan feliz llegaron los trágicos acontecimientos de Zafra, y Cándido con sus compañeros tuvo que refugiarse en Ciudad Real. Allí terminó el curso, pero los problemas sociales se incrementaron.
Biografía extendida
Datos Biográficos Extendidos:
Martirio:
El 28 de julio de 1936, Cándido con otros trece compañeros salió de Ciudad Real, con la esperanza de llegar a Madrid. Llevaban un salvoconducto del Gobernador Civil que resultó ser poco fiable. Subieron al tren, pero a pocos kilómetros, en la Estación ferroviaria de Fernán Caballero, fueron obligados apearse y en presencia de los otros viajeros fueron fusilados mientras gritaban: “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María!” Cándido Catalán, quedó gravísimamente herido rodeado de los cadáveres destrozados de sus compañeros. Moriría seis horas más tarde cuando era trasladado al hospital de Ciudad Real. “Presentaba aspecto de una resignación asombrosa, no profecía queja alguna…” dijo de él el médico que lo atendió en la estación. Cándido Catalán era el más joven de todos los mártires de Fernán Caballero. Sólo tenía 20 años. Relato de los Hechos: Sucedió la historia el 28 de julio de 1936, en los albores de un conflicto que pronto nos abasteció de cadáveres y de un poso denso de rencor que aún persiste. Ante el clima antes reseñado, el Padre Provincial de la Congregación dio la orden de abandonar el seminario de Zafra y trasladarse a Ciudad Real, donde las acechanzas guerracivilistas parecían no haber cobrado aún el ríspido cariz con que se teñían otras zonas. Salieron hacia allá, eviscerados del hogar, los catorce seminaristas; catorce jóvenes que ansiaban un sacerdocio salvífico y aglutinador, y que a la postre, por ese cruel decurso que asenderea la sinrazón, se toparon con un fin prematuro que habría de inscribirlos en los devocionarios. Al llegarse hasta allí, sin embargo, su situación no hizo sino empeorar.
En el tabuco en que se hospedaban los muchachos -casi un cascarón vacío, con las paredes tachonadas por el abandono y por la mugre-, mujeres enfermas de sicalipsis, amortajadas de lascivia y de adentros guarros, se paseaban por entre ellos; rameras sin honor ni dignidad que se valían de sus cuerpos para incitar a la más vil concupiscencia y a la defección seminarista. Les mostraban, entre despectivas y promisorias, sus desnudeces níveas e intonsas; les lanzaban unos besos bruscos, casi atrabiliarios, que llevaban en su seno un olor almibarado, como de aguardiente o de pacharán confuso, y les dedicaban risotadas e insinuaciones. Intentaban esbozar una belleza deseable y excitar los ánimos más carnales de los muchachos, pero en su interior no había más que corrupción, una inclemente podredumbre que les había carcomido el esqueleto moral y las arrojaba al légamo de la iniquidad. A un tiempo, milicianos con el honor empodrecido los zaherían con insultos y escupitajos, en una suerte de inclemente ataque con el que pretendían socavar el estado aún animoso de los claretianos. Y así siguieron los denuestos y lo excesos catervarios, hasta que, finalmente, los catorce hubieron de salir para Madrid. Al llegar a la estación, las amenazas comenzaron a tornarse a un tiempo crudelísimas y premonitorias. En el tono con que los milicianos vomitaban sus increpaciones ya no había ese deje bravucón que habían mostrado días antes -las bravuconadas siempre tienen mucho de mentira y de afanes inconclusos, pero la amenaza cierta se reviste de un cariz más aseriado-; en ese instante, las palabras se pavoneaban con soberbia, con una solemnidad como de designio irrefutable o de juicio apodíctico; los rostros, cada vez más torvos, como de azogue resquebrajado. Arreciaban los insultos y los empujones, y a pesar de ello los seminaristas, trémulos de una beatitud que para entonces ya comenzara a develarse, elevaban deprecaciones y rogaban el perdón para aquellos que los maltrataban; soportaban las vejaciones sin decir un “ay”; soslayaban los denuestos o los respondían con un gesto de acendrada piedad, sin mostrar resentimiento, rabia o enojo alguno. Podían anticipar cuanto iba a suceder, pero la asunción del martirio se les había entremetido en el corazón.
Subieron al vagón entre un tráfago de voces apaleadas por el alcohol, envueltos en un griterío aturdidor que las toses escrofulosas de la locomotora no llegaban a sofocar. El tren se había convertido en una suerte de ciempiés viscoso, en un gusano infecto que devoraba cuanto se encontraba en su camino, en una pechera sucia, atestada por baldones guarros, que la historia no habría de lavar jamás. Al llegar a Fernán Caballero, la tragedia se consumó en dos tristes actos. Los muchachos fueron obligados a descender al andén; los dispusieron en línea y los fusilaron. Apenas uno o dos segundos después, el eco de la salva de disparos disipó unos gritos sin resuello, unas voces fatigadas que gritaban: ¡Viva Cristo Rey! Sus cuerpos como invertebrados, entregados a una laxitud como de títeres sin hilos, se derrumbaron en un repente, enjugados en una sangre que muy pronto habría de traer sus frutos. Tan solo Cándido Catalán, un joven navarro de apenas veinte años, de aspecto bonancible y despistado, resistió un poco más. Según testimonio recogido por el P. Federico Gutiérrez en su libro Mártires claretianos de Sigüenza y Fernancaballero, el cuerpo entero del muchacho, descalabrado por las balas y por las últimas calamidades, fue confortado en sus últimas horas por el cuidado de dos mujeres, Carmen Herrera y Maximiliana Santos, que se apiadaron de su estado y ayudaron a los médicos en ese postrero trago. Fueron enterrados en el Cementerio de Fernancaballero (Ciudad Real) 13.02.2013 – En un sencillo y digno acto quedaron sepultados los restos de los 15 jóvenes que sufrieron martirio en 1936 en la estación ferroviaria de Fernancaballero (Ciudad Real) Al finalizar la Guerra Civil, fueron trasladados al Panteón de los Claretianos en Madrid. 1950 – Fueron de nuevo trasladados a la Parroquia del Inmaculado Corazón de María, de Madrid, regentada por los Misioneros Claretianos de la Provincia de Santiago, desde donde llegaron a Sevilla tras la petición cursada por el Vicepostulador de la Causa de Canonización de éste grupo de mártires.
¿En qué lugar reposan los restos mortales? En un nicho y bajo un cuatro de la Virgen con los restos de todos ellos en la Parroquia de San Antonio María Claret (Sevilla)
Fecha de Beatificación: 13 de octubre de 2013, en Tarragona
Fecha de Canonización: Aún no están canonizados
Fiesta Canónica: 28 de julio 6 de noviembre, Festividad de los Beatos Mártires del siglo XX durante la Persecución Religiosa en España.
Fuente:
Vicente Pecharromán, cmf. «Dieron su vida por Cristo». Beatos Mártires Claretianos. En Sigüenza, Fernancaballero y Tarragona. Misioneros Claretianos.