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Ficha

Nombre Civil: Otilio

Fecha de Nacimiento: 2 de abril de 1913

Lugar de Nacimiento: Bustillo de Chaves (Valladolid)

Sexo: Varón

Fecha de Asesinato: 28 de julio de 1936

Lugar de Asesinato: Fernán Caballero (Ciudad Real)

Orden: Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María (Claretianos)

Datos Biográficos Resumidos:

Nombre de los padres: Eustasio y Basilisa, eran ·cristianísimos consortes.” Mis padres –declaraba su hermano Eustasio, sacerdote – eran costumbres muy cristianas. Mi padre era un obrero. No querían que Otilio fuera religioso, sino más bien sacerdote secular. Mi hermano era naturalmente piadoso.” Ingresó Otilio en el Seminario Claretiano de Plasencia el 28 de septiembre de 1927. Al terminar las Humanidades, en 1931, tvo que volver a su casa y permanecer dos meses en el pueblo. De esta permanencia en el pueblo comenta su hermano. Me inculcó la vocación religiosa, que no acepté por oposición de mis padres; y me decía: “No importa que tenga que dar la vida; si la doy a Dios por el martirio, mejor.” La opinión de Otilio del Amo merecía a su Director espiritual, P. Augusto Andrés Ortega, ha quedado recogido al trazar la semblanza del mártir Vicente Robles; baste por ahora incluir aquí el significativo testimonio del P. Eladio Riol: “El señor Otilio era un caso especial. Reunía un conjunto de cualidades humanas, intelectuales y morales tan armónico y tan logrado que le daba autoridad evidente aun entre sus compañeros. Era el estudiante ejemplar e indiscutible en todo.

Podría con toda garantía, ser nombrado superior, al terminar sus estudios.” Los tristes acontecimientos de abril y mayo de 1936 en Zafra no le permitieron terminar en paz su primer Curso de Teología. Al dispersarse el Teologado pudo encontrar refugio en la casa de los misioneros claretianos de Córdoba junto a su paisano Melecio. A los pocos días recibieron orden de juntarse con sus compañeros en Ciudad Real. En el tren Otilio escribió una carta a su hermano: “Andamos como extranjeros en tierra propia; en todas partes, se nos odia; no podemos parar en ningún sitio; en este momento voy en tres hacia Ciudad Real, desde allí quizá al martirio; pero Dios sea servido.” Fue martirizado a los 23 años de edad.

Biografía extendida

Datos Biográficos Extendidos:

Martirio:

Sucedió la historia el 28 de julio de 1936, en los albores de un conflicto que pronto nos abasteció de cadáveres y de un poso denso de rencor que aún persiste. Ante el clima antes reseñado, el Padre Provincial de la Congregación dio la orden de abandonar el seminario de Zafra y trasladarse a Ciudad Real, donde las acechanzas guerracivilistas parecían no haber cobrado aún el ríspido cariz con que se teñían otras zonas. Salieron hacia allá, eviscerados del hogar, los catorce seminaristas; catorce jóvenes que ansiaban un sacerdocio salvífico y aglutinador, y que a la postre, por ese cruel decurso que asenderea la sinrazón, se toparon con un fin prematuro que habría de inscribirlos en los devocionarios. Al llegarse hasta allí, sin embargo, su situación no hizo sino empeorar. En el tabuco en que se hospedaban los muchachos -casi un cascarón vacío, con las paredes tachonadas por el abandono y por la mugre-, mujeres enfermas de sicalipsis, amortajadas de lascivia y de adentros guarros, se paseaban por entre ellos; rameras sin honor ni dignidad que se valían de sus cuerpos para incitar a la más vil concupiscencia y a la defección seminarista. Les mostraban, entre despectivas y promisorias, sus desnudeces níveas e intonsas; les lanzaban unos besos bruscos, casi atrabiliarios, que llevaban en su seno un olor almibarado, como de aguardiente o de pacharán confuso, y les dedicaban risotadas e insinuaciones. Intentaban esbozar una belleza deseable y excitar los ánimos más carnales de los muchachos, pero en su interior no había más que corrupción, una inclemente podredumbre que les había carcomido el esqueleto moral y las arrojaba al légamo de la iniquidad. A un tiempo, milicianos con el honor empodrecido los zaherían con insultos y escupitajos, en una suerte de inclemente ataque con el que pretendían socavar el estado aún animoso de los claretianos. Y así siguieron los denuestos y lo excesos catervarios, hasta que, finalmente, los catorce hubieron de salir para Madrid.

Al llegar a la estación, las amenazas comenzaron a tornarse a un tiempo crudelísimas y premonitorias. En el tono con que los milicianos vomitaban sus increpaciones ya no había ese deje bravucón que habían mostrado días antes -las bravuconadas siempre tienen mucho de mentira y de afanes inconclusos, pero la amenaza cierta se reviste de un cariz más aseriado-; en ese instante, las palabras se pavoneaban con soberbia, con una solemnidad como de designio irrefutable o de juicio apodíctico; los rostros, cada vez más torvos, como de azogue resquebrajado. Arreciaban los insultos y los empujones, y a pesar de ello los seminaristas, trémulos de una beatitud que para entonces ya comenzara a develarse, elevaban deprecaciones y rogaban el perdón para aquellos que los maltrataban; soportaban las vejaciones sin decir un “ay”; soslayaban los denuestos o los respondían con un gesto de acendrada piedad, sin mostrar resentimiento, rabia o enojo alguno. Podían anticipar cuanto iba a suceder, pero la asunción del martirio se les había entremetido en el corazón. Subieron al vagón entre un tráfago de voces apaleadas por el alcohol, envueltos en un griterío aturdidor que las toses escrofulosas de la locomotora no llegaban a sofocar. El tren se había convertido en una suerte de ciempiés viscoso, en un gusano infecto que devoraba cuanto se encontraba en su camino, en una pechera sucia, atestada por baldones guarros, que la historia no habría de lavar jamás. Al llegar a Fernán Caballero, la tragedia se consumó en dos tristes actos. Los muchachos fueron obligados a descender al andén; los dispusieron en línea y los fusilaron. Apenas uno o dos segundos después, el eco de la salva de disparos disipó unos gritos sin resuello, unas voces fatigadas que gritaban: ¡Viva Cristo Rey! Sus cuerpos como invertebrados, entregados a una laxitud como de títeres sin hilos, se derrumbaron en un repente, enjugados en una sangre que muy pronto habría de traer sus frutos. Tan solo Cándido Catalán, un joven navarro de apenas veinte años, de aspecto bonancible y despistado, resistió un poco más. Según testimonio recogido por el P. Federico Gutiérrez en su libro Mártires claretianos de Sigüenza y Fernancaballero, el cuerpo entero del muchacho, descalabrado por las balas y por las últimas calamidades, fue confortado en sus últimas horas por el cuidado de dos mujeres, Carmen Herrera y Maximiliana Santos, que se apiadaron de su estado y ayudaron a los médicos en ese postrero trago.

Fueron enterrados en el Cementerio de Fernancaballero (Ciudad Real) 13.02.2013 – En un sencillo y digno acto quedaron sepultados los restos de los 15 jóvenes que sufrieron martirio en 1936 en la estación ferroviaria de Fernancaballero (Ciudad Real)

Al finalizar la Guerra Civil, fueron trasladados al Panteón de los Claretianos en Madrid. 1950 – Fueron de nuevo trasladados a la Parroquia del Inmaculado Corazón de María, de Madrid, regentada por los Misioneros Claretianos de la Provincia de Santiago, desde donde llegaron a Sevilla tras la petición cursada por el Vicepostulador de la Causa de Canonización de éste grupo de mártires.

¿En qué lugar reposan los restos mortales? En un nicho y bajo un cuatro de la Virgen con los restos de todos ellos en la Parroquia de San Antonio María Claret (Sevilla)

Fecha de Beatificación: 13 de octubre de 2013, en Tarragona

Fecha de Canonización: Aún no están canonizados.

Fiesta Canónica: 28 de julio 6 de noviembre, Festividad de los Beatos Mártires del siglo XX durante la Persecución Religiosa en España.

Fuente:

Vicente Pecharromán, cmf. «Dieron su vida por Cristo». Beatos Mártires Claretianos. En Sigüenza, Fernancaballero y Tarragona. Misioneros Claretianos.