Ficha

Nombre civil: Gregorio Cermeño Barceló.
Fecha de nacimiento: 9/05/1874.
Lugar de nacimiento: Sitios, Zaragoza.
Sexo: Varón.
Fecha de martirio: 6/diciembre/1.936.
Lugar del asesinato: Guadalajara, España.
ORDEN: Congregación de la Misión de San Vicente de Paul, Vicenciano.

Gregorio Cermeño Barceló nació el 9 de mayo de 1874 en Sitios, Zaragoza. Fue bautizado dos días después en la parroquia de San Pablo (Zaragoza) y confirmado en la misma parroquia a la edad de siete años. Quedó huérfano al cumplir los 5 años. Hacia 1882 es trasladado a Madrid e ingresado en el Asilo de Jesús para niños pobres, donde reside hasta 1.887. Este asilo estaba dirigido por las Hijas de la Caridad y los PP. Paúles atendían espiritualmente a la comunidad de Hermanas y a los niños.
El 27 de abril de 1892 ingresa en el Seminario de los PP. Paúles, pronuncia sus votos el 28 de abril de 1894 en Madrid y es ordenado sacerdote el 8 de septiembre de 1899, también en Madrid.
Fue provisionalmente destinado a Valdemoro y posteriormente se trasladó al Seminario de Porto Alegre, en Brasil, donde permaneció entre los años 1900 y 1902.
De vuelta en Madrid, con problemas físicos y vocacionales, y tras un corto periodo de reposo en la casa provincial, fue destinado al Santuario de Nuestra Señora de los Milagros, en el Monte Medo (Orense), donde se dedica durante cuatro años a la enseñanza en el Colegio Apostólico de la C.M. y en el Seminario Diocesano.
En 1906 es destinado de nuevo a la casa de Valdemoro que ya conocía, para que se recuperara en contacto con el campo.

En 1907 es llevado de nuevo al Colegio Apostólico del Santuario de La Virgen de los Milagros, donde permaneció dieciséis años, hasta 1923 en que cicatrizó definitivamente la duda vocacional.
Entre 1923 y 1924 tuvo destinos de corta duración en el Colegio Apostólico de Teruel, en el Colegio Apostólico de Guadalajara y en Colegio Apostólico del Santuario del Medo.
En 1929, reclamado por los guadalajareños, vuelve a Guadalajara donde en medio del peligro persecutorio, encontró la paz y la fortaleza que ya nunca le abandonarían.
A lo que se sabe, en casa le cogieron los rojos. De casa, al Fuerte. Y el día más trágico de la ciudad, el 6 de diciembre de 1936, fecha de tris­tísima recordación, el P. Cermeño fue una de las quinientas víctimas que la barbarie marxista sacrificó.

 

Biografía extendida

El 9 de mayo de 1874 Gregorio Cermeño Barceló nacía junto a la ribera del Ebro. Dos días después, el 11 de mayo, sus padres, Mariano y Matilde, lo llevaron a bautizar a la parroquia de San Pablo de la capital aragonesa, ofreciéndoselo a la Virgen del Pilar. Fue confirmado en la misma parroquia a la edad de siete años. Quedó huérfano de padre y madre al cumplir los cinco años.
Históricamente, España vivía su Primera República (1873-1874) y estaba a punto de ser proclamada la Restauración monárquica (29 diciembre de 1874). Nuevos horizontes de bonanza se abrían a la sociedad española y también a la Iglesia perseguida en décadas anteriores.
Al quedar huérfano de padre y madre, Gregorio es trasladado a Madrid hacia 1882 e ingresado en el Asilo de Jesús para niños pobres, dirigido por las Hijas de la Caridad desde 1876 y dónde los PP. Paúles atendían espiritualmente a la comunidad de Hermanas y a los niños. En este internado residió Gregorio durante cinco años, hasta 1887. Según los Estatutos del Colegio, los niños podían permanecer en régimen de internado hasta los catorce años, tiempo prudencial para encontrar trabajo proporcionado a su edad y abrirse camino a lo largo de la vida, en aquel entonces
Dotado de un natural noble, dócil y piadoso, y aconsejado por las Hijas de la Caridad se domicilió en la Parroquia de San Andrés, en la que servía de acólito y se le abrían las puertas a nuevas oportunidaddes de avanzar por las vías de las Artes y Oficios, trabajo que combinó, durante tres años, 1887-1890, con el estudio del latín y humanidades. Con el bagaje cultural adquirido, las Hijas de la Caridad, con las que Gregorio seguía manteniendo relación, lo vieron preparado para enviarlo al Colegio Apostólico de Teruel, donde invirtió dos años más, 1890-1892, en la profundización del latín y demás asignaturas que componían el currículum de humanidades: Gramática española, Aritmética, Historia Universal y de España, Geografía, Ciencias Naturales, Dibujo y Solfeo.
Superada la primera etapa de su vida, con 18 años cumplidos, derrochando ilusión, ingresa en el Seminario de los PP. Paúles, el 27 de abril de 1892. El joven Gregorio ya conocía la casa y el lugar, pues las Hijas de la Caridad del Asilo de Jesús traían de paseo, los jueves por la tarde, a toda la tropa infantil por las calles del barrio de Chamberí. No le era pues desconocida la casa, pero sí, lógicamente, el régimen y estilo de vida que llevaban los seminaristas, cuya convivencia, desde su ingreso en el Seminario, le ayudaría a discernir la propia vocación misionera. Poco a poco y sin dejar pasar el tiempo en vano, fue creciendo en el espíritu apostólico y en el amor a las obras realizadas por los misioneros de la Congregación de la Misión. Mucho le ayudó a descubrir la llamada de Dios la orientación recibida de su director P. Ramón Arana Echevarría, hombre de Dios y de gran experiencia sacerdotal-misionera, que le ayudó a superar la timidez y el complejo de inferioridad que le caracterizaba, siendo niño y jovencito.

Algunos condiscípulos suyos hacen notar que se encontraba solo y a veces extraño al trato y conversación con los demás compañeros.
Según confesión propia -extensiva a muchos seminaristas entregados y fervorosos-, la lectura concienzuda de los escritos del fundador Vicente de Paúl y el conocimiento de las tareas apostólicas más características de la Congregación en España y en el mundo: misiones populares y ad gentes, dirección de seminarios propios y diocesanos y asociaciones marianas y socio-caritativas, le entusiasmaban, conduciéndole a una convicción más firme cada día de que el Espíritu de Dios le llamaba a esta Congregación, llamada por su fundador «Obra de Dios»: Opus Dei.
Así se lo hizo ver a su director y superior, quienes, al día siguiente de cumplirse los dos años de prueba, le concedieron pronunciar los votos de castidad, pobreza, obediencia y de estabilidad para evangelizar a los pobres en dicha Congregación, el 28 de abril de 1894, en Madrid. El Visitador P. Eladio Arnaiz fue testigo de la emisión de votos de Gregorio. Inmediatamente comenzó a estudiar los cursos de filosofía y teología en la misma casa de Madrid, donde residían, por lo regular, los misioneros mejor preparados de la Provincia de la C.M. española para impartir las materias eclesiásticas. Era voz común que el estudiante Gregorio Cermeño disfrutaba de entendimiento más que mediano para el estudio de las ciencias eclesiásticas; sentía predilección por la enseñanza y educación de los niños más que por la predicación misionera, a la que se apuntaban la mayoría de los candidatos al sacerdocio en la Congregación.

Llegado el día de la ordenación sacerdotal, el 8 de septiembre de 1899, en Madrid, su alegría quedó colmada. No consta, sin embargo, que la noticia de la ordenación presbiteral llegaran a saberla sus familiares más allegados, en caso de que le quedara alguno en Madrid o en Valencia, de donde procedían, respectivamente, sus difuntos padre y madre. En cambio, le faltó tiempo para hacer copartícipes de su alegría a las Hijas de la Caridad del antiguo Asilo de Jesús de la C/. Alburquerque, de las que guardaba un grato y agradecido recuerdo, que nunca olvidaría ni dejaría que se borrara. La traducción que él hizo de aquel recuerdo lo hizo patente orando y suplicando en público y en privado por la Compañía de las Hijas de la Caridad y por su entrega al servicio de los pobres y abandonados de la sociedad.
Recién ordenado presbítero, de Madrid se dirigió a Valdemoro, donde fue provisionalmente destinado por unos meses mientras le agilizaban los trámites para entrar en Brasil. En Valdemoro hacía de capellán, bien de la Casa de San Diego o del Asilo de San Nicolás, que no hacía muchos años habían sido abiertos para Hermanas mayores y jóvenes enfermas de cólera, tuberculosis, tifus y gripes. Eran tiempos duros para la España empobrecida por las guerras de las colonias, de finales del siglo XIX.
Consideradas las cualidades del nuevo presbítero, el Visitador P. Eladio Arnaiz con su Consejo no dudaron en enviarle al Seminario de Porto-Alegre (Brasil), a falta de hombres más jóvenes y con inclinación a la enseñanza en los seminarios, para hacer frente a las necesidades disciplinares, culturales y espirituales que envolvían el Seminario brasileño. La fundación del Seminario de Porto-Alegre, aceptada por el Visitador P. Arnaiz con las mismas condiciones que lo habían regido los PP. Jesuitas, atravesaba entonces por circunstancias difíciles. De hecho, en el Seminario de Porto-Alegre permanecerían los misioneros españoles sólo tres años, 1900-1902, al cabo de los cuales levantarán la fundación por las mismas razones que movieron a los PP. Jesuitas a dejarla.
El P. Cermeño se mantuvo «vigilante» y perseverante sobre la marcha del Seminario de Porto-Alegre, durante los dos cursos últimos, en los que pudo explicar Historia Bíblica, Religión y Canto llano. A la docencia añadía el buen trato y compañía con los seminaristas, a los que exhortaba, a tiempo y a destiempo, a cultivar la piedad y el estudio. Al parecer, resultaron insuficientes sus intervenciones para impedir la salida definitiva de los misioneros, dado el incumplimiento por parte de la Jerarquía diocesana de las bases estipuladas con los misioneros. De ahí que éstos decidieran, por orden de los Superiores Mayores, de Madrid, volver todos a su patria, cumplida la misión que con espíritu de obediencia habían aceptado y desempeñado.
La vuelta a España de los misioneros, en 1902, coincidió con dos acontecimientos importantes: en política nacional, Alfonso XIII asumía el reinado de España; congregacionalmente, la Provincia española se dividía en dos: Provincia de Barcelona y Provincia de Madrid, siendo Superior General el P. Antonio Fiat (1878-1914), que desde París seguía el apogeo de las Provincias españolas. La Provincia de Madrid disfrutaba de más personal que la de Barcelona, por lo que también hubo de comprometerse con la atención de más provincias de Ultramar.
De vuelta en Madrid, el P. Cermeño no pudo evitar que le saliera espontáneo este comentario ante el Visitador: “Vengo cano, y no por los años”. Habían bastado dos cursos académicos para que sus cabellos se volvieran blancos como la nieve, a causa de los disgustos que hubo de soportar, sin que sepamos a ciencia cierta las causas que provocaron tantas penas y contratiempos. Poco antes de su regreso a Madrid, había escrito al Visitador P. Arnaiz, el 7 de mayo de 1902: “Física y moralmente llevo padeciendo mucho”. Los superiores dieron crédito a su palabra y le recomendaron reposo y recuperación de la salud antes de reintegrarse en el trabajo de la nueva Provincia canónica de Madrid. ¿Se reprodujo en él aquella timidez e infravaloración de sus cualidades humanas que le preocupaban, siendo seminarista y estudiante?
Ante las perspectivas que se abrían en la nueva Provincia de Madrid, la tarea era inmensa y los obreros pocos. ¿Cómo llegar a todo el extenso territorio que dependía de la nueva Provincia de Madrid, además de la atención debida a las casas de España: Provincias de Filipinas, México, ¿las Antillas… La disponibilidad del P. Cermeño, para ir y venir donde fuera necesario, era admirable, pero sus circunstancias personales aconsejaron no sacarle de Madrid.

Después de un paréntesis corto de reposo en la casa provincial, fue destinado al Santuario de Nuestra Señora de los Milagros, en el Monte Medo (Orense).
Aquí se siente feliz, dedicado durante cuatro años a la enseñanza en el Colegio Apostólico de la C.M. y en el Seminario Diocesano. Además de explicar las asignaturas que le señalaron, le absorbían las horas del día la dirección espiritual de los apostólicos y el confesionario ininterrumpido en el Santuario, ministerio que le ayudaba a sentirse útil en la comunidad. Pero una tentación -crisis vocacional- sorda y tenaz le amordazaba el alma desde hacía tiempo y no tuvo otra solución que manifestarla a los Superiores mayores. La crisis vocacional no se debía a una duda sobre si dejar el sacerdocio o no, sino sobre si permanecer en la Congregación o pasarse al clero diocesano. Lo que es normal en la mayoría de los casos, en el P. Cermeño llegó a ser preocupante, dado su estado de salud psíquica, fruto de la idea obsesiva que le perseguía y ponía al borde del hundimiento total.
Los Superiores de Madrid decidieron, entonces, destinarle de nuevo, en 1906, a la casa de Valdemoro que ya conocía, para que se recuperara, en contacto con el campo. Un año escaso le retuvo como capellán de las dos casas conocidas de Hermanas: la de San Diego y la de San Nicolás. Mientras tanto, redoblaba la vigilancia sobre sí mismo, haciendo honor a su nombre de Gregorio, y acudiendo a la oración en la que pedía luces y fuerza de lo alto que le ayudaran a resolver sus dudas y fortalecer su vocación misionera. Él, que solía ser expedito en la solución de casos de conciencia ajenos, era incapaz de solucionar su propio caso.
Los Superiores trataron de ayudarle de todos los modos posibles, viendo el caos en que yacía. De ahí que el Visitador convocara Consejo, «proponiendo la readmisión del Sr. Cermeño, que, arrepentido, la solicitaba en la Congregación, pues había siempre guardado en ella conducta buena». Dicho con más claridad: el P. Cermeño no había abandonado nunca la comunidad físicamente, salvo una corta ausencia de la congregación, pero sí afectivamente. La propuesta del Visitador fue votada con mayoría positiva. Su situación personal se arregló llevándole de nuevo, en 1907, al Colegio Apostólico del Santuario de La Virgen de los Milagros, donde permaneció dieciséis años, hasta 1923 en que cicatrizó definitivamente la duda vocacional. Por contra, tal año, políticamente, el General Primo de Rivera asumía el mando de la nación en régimen dictatorial, dada la situación crítica y de inseguridad que atravesaba España.
Hacia 1922 se le reprodujo de nuevo el estado de intranquilidad, por lo que los Superiores extremaron las medidas de seguridad, dándole destinos de corta duración: en el Colegio Apostólico de Teruel un año escaso (1923); en el Colegio Apostólico de Guadalajara y Colegio Apostólico del Santuario del Medo otro año (1924). Lo cierto es que era estimado por la gente, pero él se encontraba incómodo en los nuevos destinos; los superiores ya no sabían acertar a la hora de colocarle en el lugar más conveniente. Como su estancia brevísima en Guadalajara había sabido a poco, le reclamaron los guadalajareños y allí tuvo que volver en 1929 con la mejor disposición de prolongar su ministerio, sobre todo con su dedicación al confesionario, en el que permanecía horas enteras, sin más recompensa que ver a los fieles gozando de paz interior.
Apreciado por el claustro de profesores, así como por la población de la capital, con la que alternaba poco, su palabra llena de bondad satisfacía a los buenos católicos de Guadalajara, deseosos de avanzar por las sendas de la virtud bajo su dirección, a la que se sometían gustosos los fieles con ansias de perfección espiritual. Llamaba la atención el recogimiento con que avanzaba por las calles. Las niñas del colegio le llamaban «el santito». En Guadalajara, en medio del peligro persecutorio, encontró la paz y la fortaleza. Mucho le ayudaron en esta tarea de recuperación el ejemplo y los ánimos de su compañero P. Ireneo.
Desde 1929 hasta el verano de 1936, los años se deslizaron con relativa paz, salvo durante la implantación de la II República, 1931. El tiempo de inseguridad y tragedia comenzó cuando los milicianos llegaron al Colegio Apostólico, donde se encontraba el P Gregorio Cermeño con sus compañeros: PP. Ireneo Rodríguez, Vicente Vilumbrales y el Hno. Narciso Pascual. Sin que mediara diálogo alguno entre éstos y los milicianos, la comunidad entera fue conducida a la cárcel para ser juzgada y, posteriormente, sacrificada por un grupo de sanguinarios, en odio a la fe.
En las declaraciones de los testigos le vemos muy unido al P. Ireneo Rodríguez. Al lado de éste, el P. Cermeño se sentía más seguro. No era nada raro, ya que llevaban más tiempo en Guadalajara que el P. Vilumbrales y el Hno. Pascual, a quienes la gente sólo conocía de haberlos visto, pero no tratado. Estando en la cárcel, a los misioneros paúles se les oía rezar el rosario en público, confesar a los presos y animarlos al martirio. La muerte del P. Cermeño demostró su valentía en el momento decisivo de combatir bien el combate de la fe.
Tan silencioso y reservado como era, sólo él se atrevió a preguntar a los verdugos por qué se comportaban de modo tan inhumano con personas dedicadas al servicio de los necesitados. Nadie le contestó palabra, pero recibió en respuesta una fulgurante descarga de pólvora. Su condición sacerdotal fue el móvil que impulsó al miliciano a apretar el gatillo de su fusil y acabar con la vida del P. Cermeño. Según numerosos testigos, el P. Cermeño adquirió en Guadalajara fama de santidad.

ANÉCDOTAS Y OPINIONES SOBRE EL PADRE CERMEÑO

Le llamaban “El Santito”. Le pusieron el apodo los chicuelos del corro de la esquina; luego lo hicieron suyo las devotas, los dependientes de comercio; Todos se lo llamaban al fin.
No hay exageración: que cuando fui a Guadalajara, hace año y medio, las gentes, al referirse a él, lo hacían así: ¡Y aquel Padre, “El Santito”
Y es que el P. Cermeño, por esas calles de Dios, era tal­mente cualquiera de esos santos que se ganaron la canonización del pueblo por el modo de ir, por el modo de tratar.
Era el P. Cermeño llama de santidad enfundada en los hábitos talares.
Valga, pues, esto para primer rasgo: Le llamaban “El Santito”. Habiendo de notar únicamente que lo del diminutivo provendría más bien de su talla, muy menuda.
ALMA DE PURA INFANCIA ESPIRITUAL
Apurando el análisis psicológico del P. Cermeño, acaso se le colocase en la casilla del tipo de menos valía. Pero en el terreno de la santidad su situación cae de lleno en la Infan­cia Espiritual.
Alma niña era la suya, mirados los contentos y los gustos de su espíritu y su ciego seguimiento de la voz de la Obediencia y la pureza e inocencia de su vida y continente.

Y así, es cosa de echarse a pensar a qué grado de perfección llegaría, contando como contaba con este don de privilegio, que, según la mágica doctora de las florecillas, es la trocha segura, ve­loz y certera.
De mí sabré decir que, descubriendo como descubría en él el tipo puro de esa modalidad místico-ascética, sentía, al ver­le, comezón de envidia. Entre el correr de las hilaridades a su cuenta, me asaltaban a mí como nostalgias de un paraíso cerrado. ¿Cómo es que a este hombre le brotan tan sin, esfuer­zo las virtudes, mientras que a los demás nos cuestan Dios y ayuda?

IN QUO DOLUS NON EST
Quien haya tratado al P. Cermeño ya sabrá del ideal que se cifra en este sentencioso rasgo ascético. Sabrá del varón que no acertaría a pensar mal de nadie; que tiene de par en par el templo de oro de su alma; que, al parecer, sigue automáti­co la línea rectilínea; que detrás de la risa sólo tiene el cielo dilatado de su buena fe.
El P. Cermeño nunca entendió de segundas intenciones. Las indirectas le descomponían, le ponían malo; abundando los casos en que, por tomar en serio las bromas, se pasó el inocente ratos bien atroces. El mismo lenguaje figurado le dejaba perplejo. Y él hablaba siempre con el alma en la palma de la mano: siempre, aun cuando quisiera hacer de pillín.

REZADOR EMPEDERNIDO
Si, como él lo confesaba sin cesar, acaso tendría que envi­diar a los demás en lo de las “cuantísimas luces” que recibían de Dios en la meditación, en cambio, los demás le teníamos seguramente que envidiar a él aquel furor por la oración vocal de que gozaba.
Tropezarse con él en el pasillo era cortarle el bisbiseo de los labios: aquel bisbiseo tan martilleado que hacía pensar si no sería el hábito del mismo lo que le trajo aquel su refle­jo labial al rezar, aquel como tic que, comprimiéndole el labio superior, le hacía parecer como que, más que decir, mordía las plegarias; lo que, por lo demás, le daba mucha gracia.
Y en cuanto al rezo común del Oficio divino, era tan asiduo, tan buen cumplidor, que, al acercarse ya la hora, allá se le veía desasosegado, mirando y remirando al minutero. Y llegada la hora, allá se le tenía el primero en su puesto, con el Breviario bien registradito y el Aperi, Dómine rezado con sobrada antelación.

SIN HIEL, SIN AGUIJON
De lo dicho se entiende, sin decirlo, que sería así el buen P. Cermeño; pero conviene hacerlo resaltar.
Esclavo hasta servil de las formas del trato social, que ma­mó en su Madrid, sabía adobarlas con la miel de una sonrisa inocua, graciosa y benevolentísima.

Pero aun, en los casos de resentimiento por las bromas, allí no había más que la palomita que al picotear hace cos­quillas. Por mucho que enarcase las cejas, cosa que hacía con tal extremo de arte pasional que habría de envidiarlo el más insigne actor, por furibundas que afectasen ser sus mi­radas de soslayo, detrás sólo asomaba el alma sin hiel ni agui­jón, en simpática comedia causadora de grata hilaridad.
En los casos de dolencia ajena, cuando algún, compañero estaba enfermo, él era el obligado visitante, condolido, todo anhelo de servicio y siempre a la hora exacta prefijada para su vueltecita.

NI LA SOMBRA DE PECADO
¿Cómo sospechar falta consciente en el P. Cermeño? Ni la sombra del pecado enturbiaba jamás aquel su mirar per­petuamente diáfano, aquel su sonreír de alma de Dios.
Asiduo y aun devoto como era del confesionario, hacía pensar que oiría las confesiones como con un grande para­guas y que se deslizaba por esta al fin ciénaga humana con la misma inmunidad del cisne.
Y siempre en los cotidianos trajines, daba la sensación de ir bajo las alas del Ángel de la Guarda.

SU MODESTIA
Secuela de este don era su compostura, su modestia. Acaso tendrá que nacer quien le gane en tal virtud. Tan extrema ya en él, que, como acertó a definirla un donairoso compañero, aquello era más bien pudibundez.

LIMPIEZA
Si respecto de la modestia ha cabido la duda, con relación a la limpieza es apodíctico que sí que tendría que nacer quien le gane.
Quien desee saber lo que es una virtud sublimada, que lo estudie en la limpieza practicada por el P. Cermeño.
¿Una pelusa en la ropa? ¡Qué horror!
Y en la habitación, la mesa reluciente, la estatuita y el ca­racolillo de mar siempre en su sitio; en el baúl, las prendas bien plegadas y saturadas de alcanfor; los flecos de la colcha de la cama en impecable simetría, y ¡el plumero en acción quién sabe las veces al día!
Se diría, en fin, que para el P. Cermeño la limpieza tenía rango de divinidad.

EL GESTO CUMBRE
En la vida del P. Cermeño, prisma de visos tan encantadores, hay una faceta que lo personifica sin igual: su actitud, su gesto ante el posible caso del martirio, que ¡ay!, y por su dicha, le llegó.
Tirarle de la lengua sobre tal asunto fue solaz reiteradísimo de las recreaciones cuando ya la tempestad se nos cernía negra y angustiosa.
En un alarde de osadía vindicativa, cediendo a sugerencias de un compañero tan ducho en latines como en humorismo, llegó el P. Cermeño a resolverse por añadir al “ut inimicos humiliare digneris” la coletilla de un “Domine, ut deprehe­dantur”, que él pronunciaba con énfasis de verdadero mordisqueo de las palabras. Y era casi continuo también este diálogo:
“Pero, vamos a ver, P. Cermeño: ¿y si vienen a echarle mano ya?
“Ya sé bien lo que tengo que hacer. Les lanzo un ¡Viva Cristo Rey! que ¡los aplasto!”

FIN
Y el gesto, la exaltación de fe y el furor santo con que lo profería, eran, en efecto, como para aplastar. Pero a los racionales, no a los monstruos de entrañas de piedra y de dientes y zarpas de oso.
Y así, llegado el momento ferozmente trágico de las veras de estas bromas ¿cómo dudar de ello?, el P. Cermeño, fiel a su plan tan madurado, estrujando las últimas fuerzas del sistema nervioso probablemente en ruinas, lanzaría su consig­na ¡exaltación de fe y furor santo!; la descarga de balas no cedió, y él, con el grito ya palma del espíritu, se iría a los cielos con zapatos y todo
¡Y qué hermoso estarás, querido hermano!
¡Y qué envidia!
¡Y cómo se escapan los besos a la palma y al zapato!

LUGAR DONDE REPOSAN SUS RESTOS: Su cadáver junto con los de sus compañeros asesinados fueron arrojados a una hoguera encendida.
FECHA DE BEATIFICACIÓN: 13 de octubre de 2013 en Tarragona, durante el pontificado del Papa Francisco.
FECHA DE CANONIZACIÓN:
FIESTA CANÓNICA: 6 de noviembre.
FUENTES: catholic.net; Web provincial de los PP. Paúles, provincia de Madrid